En dos provincias mozambiqueñas golpeadas por la pobreza, donde la población solo suele cultivar maíz para autoconsumo, un proyecto de una ONG española ha introducido otras plantaciones, lo que ha permitido a muchas familias campesinas obtener beneficios con los que mejorar su nivel de vida
Raja Amimo, agricultor mozambiqueño, junto al granero en el que guarda su reciente cosecha de cebollas. JOSÉ IGNACIO MARTÍNEZ RODRÍGUEZ
Desde que Raja Amimo, un agricultor de 47 años —piel curtida, manos callosas que denotan cientos de horas en el campo, camiseta gastada del Borussia Dortmund—, dejó de plantar sólo maíz para dedicarse al arroz, al sésamo o a la soja, ha podido comprarse una moto, inundar el patio de su casa de gallinas, techar con chapa su hogar y colocar paneles solares para tener electricidad. “Todo lo que ves es gracias a mi trabajo”, afirma sin disimular su orgullo frente a un granero alzado de madera y mimbre donde guarda gran parte de la cosecha reciente de cebolla, otro de los cultivos con los que ha empezado en estos últimos años. “He obtenido unos 110 sacos de 50 kilos cada uno. Los grandes compradores están pagando ahora 1.050 meticales (alrededor de 15 euros) por saco. Es un buen dinero”, celebra.
El cálculo es sencillo de realizar. Raja Amino guarda en su granero cebollas por un valor aproximado de 1.660 euros, un verdadero capital donde nació y donde vive, Nairubi, una pequeña localidad de Mayune, un distrito de la provincia de Niassa, en el norte de Mozambique. Niassa es, además, una de las zonas más deprimidas de este país africano, que a su vez es uno de los Estados más pobres del mundo. Mozambique, que cuenta con casi 31 millones de habitantes, ocupa el puesto 185 en el Índice de Desarrollo Humano, tan solo superado por seis naciones con problemas similares de malnutrición, miseria y conflictos armados. Su PIB per cápita, según las cifras del Banco Mundial, apenas alcanzó los 1.350 dólares en 2021. Por eso, Amino repite: “Yo suelo trabajar de 10 a 12 horas al día, dependiendo de la lluvia. Pero antes, con el maíz, sólo comía. Ahora compran mis productos comerciantes de Lichinga —la ciudad más grande de la provincia— y tengo dinero para hacer otras cosas”.
La diversificación de los cultivos es una de las medidas que la Agencia de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) considera más efectiva tanto para conservar el medio ambiente como para mejorar la vida de las comunidades. “Conlleva unos beneficios significativos que van mucho más allá de la explotación agrícola” ya que contribuye a “conservar la biodiversidad” y a “mejorar la nutrición”, además de crear puestos de trabajo y general ingresos, sostiene la institución.
“Antes, con el maíz, sólo comía. Ahora compran mis productos comerciantes de Lichinga y tengo dinero para hacer otras cosas”
Raja Amimo, agricultor mozambiqueño
En el norte de Mozambique, una zona eminentemente agrícola, la diversificación de los cultivos adquire una crucial importancia. “El norte de la nación tiene más recursos naturales inexplorados, pero menos tecnológicos y menos oportunidades industriales y laborales que el sur, aunque en Cabo Delgado, vecina de Niassa, haya algo de Hostelería y Turismo”, explica en Niassa Rui Aguas Pacule, Ingeniero Agrónomo y director de la SDAE (Servicio Distrital de Actividades Económicas, una entidad pública responsable de la gestión y monitorización de las áreas de Agricultura, Ganadería, Comercio e Industria de cada región mozambiqueña). En la misma línea se expresa Adrián Lamas Montes, gestor de Mozambique para la ONG de cooperación Mundukide, quien explica además la razón de la supuesta baja tasa de desempleo en Mozambique, que según las cifras del Banco Mundial no llega al 4%. “El Gobierno considera a los campesinos como empleados, cuando son gente que está subsistiendo. Hay unos tres millones de personas con empleo formal, de los que dos millones están en el sur, en Maputo y en la zona de alrededor. Queda un millón de puestos de trabajo para todo el resto del país”, en un Estado en el que el 70% de la población vive de la agricultura, según el Banco Mundial.
Mundukide, con 23 años de experiencia en el país, trabaja en zonas sin acceso a insumos agrícolas como muchas de las áreas de esta provincia y de Cabo Delgado, donde los problemas de pobreza se acentúan por la acción de insurgentes yihadistas desde hace algo más de un lustro. La organización facilita que los campesinos paguen un precio justo por semillas a las que normalmente no tienen acceso, reciban formación gratuita impartida por agricultores de otras partes del país y sean acompañados en la comercialización del producto final. “La base es el esfuerzo de las personas y son ellas los que consiguen mejorar sus rentas. El objetivo es que tengan más dinero en el bolsillo”, resume Elena Ramos, coordinadora de Niassa para esta organización. Lamas agrega: “Una familia campesina del norte de Mozambique está formada, más o menos, por cinco miembros y produce al año en torno a la tonelada de maíz. Sus necesidades están alrededor de los 850 kilos. Además, suele obtener unos 150 kilos de alubia y algo más de mandioca y de otro tipo de productos como cacahuetes. Con toda la producción, consiguen unos 200 euros anuales y casi todo es para el consumo. La capacidad económica es realmente baja”.
El progreso son estudios y radios
“Diversificar la agricultura sirve para garantizar la seguridad alimentaria y el desarrollo económico de cientos de personas”, afirma Aguas Pacule. “Una familia tiene una elevada carga de trabajo durante cuatro meses al año y durante los restantes ocho está básicamente desocupada”, informa Lamas. E incide en la importancia de que cada unidad familiar escoja la labranza que mejor se adapte a su capacidad económica, a sus condiciones. “El maíz siempre se va a cultivar aquí porque garantiza la subsistencia, pero se pueden producir otras cosas. El sésamo, por ejemplo, podría encajar bien en las familias con poca capacidad económica; requiere poca inversión unos cinco o 10 euros. La soja ya un poco más… La recomendación es que los campesinos confíen en tres o cuatro cultivos”, añade.
“Al principio había personas que dudaban de que tuviera éxito; ahora hay muchos que ya han empezado a cultivar otras cosas, como hice yo”, prosigue Raja Amimo en su casa, quien se acogió al programa de Mundukide en 2010. Y explica que lo más duro del campo es reparar las presas porque las fuertes lluvias las destrozan. Cuenta también que tiene ocho hijos, que los dos primeros ya trabajan en el campo, con él y con su mujer, y que los otros seis son todavía pequeños y van a la escuela. “No sé si, cuando crezcan, vendrán a plantar conmigo. Depende… Lo que si sé es que van a poder elegir”, finaliza Amino. Y esto último que menciona, la capacidad de acceder a estudios superiores, es otra de las consecuencias directas de diversificar cultivos y aumentar con ello los ingresos familiares.
” Nosotros, con el aumento de beneficios de los cultivos en estos últimos años, hemos conseguido dar educación a nuestros cinco hijos”
Izamilo Lucongolo y Amelia Saide, agricultores mozambiqueños
El matrimonio que forman Izamilo Lucongolo y Amelia Saide, ambos de algo más de 40 años y procedentes de Malila, una aldea del distrito de Mayune, también en Niassa, tiene razones para mostrarse felices. Su hija mayor se ha graduado en Magisterio y ha comenzado recientemente a ejercer en Beira, una ciudad costera mozambiqueña capital de la provincia de Sofala. No es un logro menor. En Mozambique, la tasa de alfabetización apenas sobrepasa el 60%, aunque en el caso de las mujeres, este guarismo desciende hasta un escaso 50%. El promedio de años de escolarización es tan solo de 3,5. “Nosotros, con el aumento de beneficios de los cultivos en estos últimos años, hemos conseguido dar educación a nuestros cinco hijos. El segundo acaba de finalizar el grado 12 —el último del sistema educativo nacional— y también va a ir a Beira a convertirse en profesor”, celebran.
Amelia Saide e Izamilo Lucongolo, junto a su hija pequeña. Gracias a la diversificación de cultivos, la niña podrá ir a la Universidad, como han hecho sus hermanos. JOSÉ IGNACIO MARTÍNEZ RODRÍGUEZ
Cuenta Lucongolo que sus abuelos fueron campesinos. Y que sus padres también. Y que, hasta que él introdujo en sus tierras soja, pimientos o sésamo hace tan solo unos años, nadie había ido más allá del maíz con el que matar el hambre durante todo el año. Sus hijos, prosigue, son los primeros en la saga familiar en acceder a educación universitaria, un logro reseñable y un salto social importante. Los salarios mínimos estipulados por el Gobierno para diferentes sectores, y pese a que en el empleo informal raramente se cumplen, sirven como ejemplo de ello: para el trabajador con contrato para labores en el campo son 5.200 meticales (algo más de 75 euros al mes). Para maestros de la enseñanza pública, la cifra asciende a 11.600 meticales (170 euros). “La tierra siempre va a estar aquí; hay que procurar ganar dinero más allá de eso”, finaliza Lucongolo.
Liaia Daia, agricultor mozambiqueño, posa junto a su campo de soja. JOSÉ IGNACIO MARTÍNEZ RODRÍGUEZ
A solo un puñado de kilómetros, Liaia Daia labra el campo sin camiseta, viste un raído pantalón marrón amarrado con un cordón a modo de cinturón, un gorro de lana y calza unos zapatos negros de dos o tres tallas más de la que necesita. Para indicar su edad, mira en una bolsa de plástico en busca de un documento que la confirme. Al final, tras comprobar varios papeles, se rinde. “La verdad es que no sé cuántos años tengo”, confiesa. Su aspecto denota que debe rondar los 60 en un país en el que pasar de ahí ya es algo inusual; la esperanza de vida se sitúa tan solo en 61 años. En España, por ejemplo, esta estadística se dispara hasta los 83. Pese a ello, Liaia no puede dejar de trabajar; no hay pensiones ni otras prestaciones para quien, como él, ha pasado sus años labrando sólo su propia tierra. Aunque desde que introdujo la soja en 2017, dice que sus días no han hecho sino mejorar. “Con los primeros beneficios me compré una bicicleta. Luego, una radio. La radio es genial. Ahora puedo escuchar música”, cuenta.
Mujer y campesina: más dificultades
Teresa Ndala, una campesina de 45 años, es el ejemplo vivo de lo que cuesta ser mujer en zonas tan pobres del mundo. “Las labores de casa son cosa mía. Cuando los hombres vienen del campo, se sientan y ya”, cuenta. Jose Ignacio Martínez Rodriguez.
Teresa Ndala tiene alrededor de 45 años, 10 hijos, cinco nietos y una gran sonrisa que raramente abandona. También se dedica al campo, también ha introducido nuevos cultivos que le han ayudado a progresar y también ha permitido, con su trabajo, que su familia compre bicicletas, motocicletas o tejados de chapa. Pero en su vida diaria, Ndala tiene otros quehaceres y dificultades. Ella los cuenta así: “Me levanto sobre las cinco y desayuno lo que sobró el día anterior. Después me visto, voy a buscar agua, la traigo al hogar y me voy a labrar mi tierra. Tengo seis hectáreas. A las 12 hago una pausa para comer en un cobertizo techado que construimos allí. A las cuatro termino de trabajar y regreso a casa. Salgo a por leña, pongo la lumbre, cocino la cena para todos, limpio, recojo y me acuesto”.
—¿Su marido trabaja también en el campo?
—Si, juntos, como toda la familia.
—¿Y en la casa?
—No, las labores de casa son cosa mía. Cuando los hombres vienen del campo, se sientan y ya.
La rutina que explica Ndala es sólo una radiografía de lo que sucede en general en el país. El Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola ha denunciado que la mayoría de las mujeres en Mozambique, sobre todo en zonas rurales como la que habita Ndala, desempeñan un papel crucial en la producción de cultivos alimentarios y en la generación de ingresos pero que, pese a ello, apenas acceden a unos mecanismos productivos que ni siquiera controlan. Otros organismos como Médicos Sin Fronteras han incidido en la situación especial de vulnerabilidad; el sometimiento a sus familias y la falta de otros recursos acaba por reducir, e incluso eliminar, toda opción de progreso para ellas. “Yo no puedo parar de trabajar. Si no, me demoraría mucho en hacer todas las cosas que tengo que hacer”, concluye Ndala.
“Aumentar el número de mujeres independientes económicamente es uno de los objetivos, pero el cuidado de los hijos y del hogar dificulta su progreso laboral en el campo”, asegura Elena Ramos. Entre 2021 y 2022, más de 14.500 personas han diversificado su forma de ganarse la vida entre Niassa y Cabo Delgado y han introducido soja, sésamo, judías y cultivos de huerta en casi 3.300 hectáreas, donde antes sólo plantaban maíz. Ramos concluye: “En todas las zonas no nos encontramos en el mismo punto: algunos campesinos ya dominan las técnicas, otros comienzan ahora a aprenderlas. Pero en general siguen necesitando un acercamiento a herramientas y semillas. El siguiente paso será motivar a comerciantes para que abran tiendas y que vendan los insumos que ahora mismo cuesta tanto encontrar por aquí”.
Reportaje original. PLANETA FUTURO -EL PAÍS
JOSÉ IGNACIO MARTÍNEZ RODRÍGUEZ
Niassa (Mozambique) – 16 MAR 2023 – 05:35 CET